jueves, 23 de abril de 2009

Perdiendo el aliento

Si no me paro un segundo, perderé el aliento que me queda.
¿Quién vendrá entonces a recoger mis pedazos?

La senda sinuosa se bifurca por un sinfín de caminos, entre las praderas, los bosques, los árboles que nos miran mientras los dejamos atrás. Si tan solo me parase a mirar un árbol de estos tendría siglos de absorción y me fascinaría hasta desgastarse mis ojos de mirar. Pero mi mecanismo de indiferencia es tan eficaz, que ya no soy capaz de pararme a contemplar las figuras que me rodean, y solo las escenas, las curiosidades y los detalles llaman mi atención - por un momento, para luego perderla en la procesión de mi camino.

Hay días en los que me encuentro caminando por una calle, como diariamente horado las aceras de tantas calles y tan pocas. Y me digo si acaso sigo estando yo dentro del caparazón, bajo las funciones aletargadas por la falta de sueño, las taquicárdicas encomiendas y preocupaciones por las mil cosas por hacer, la ráfaga de neurotransmisores que deciden variar su rumbo para que me olvide de algún aspecto crucial que debería haber tenido en cuenta en mi camino, la poco afortunada combinación de vaquero negro y chaqueta vaquera azul, las manos ariadas siempre pidiendo más crema, la traducción que no acabé creyendo que podría pasarla a limpio antes de entregarla corregida hasta que el profesor cambió su modus operandi por tercera vez, la trabazón de mi lengua en su fútil intento por decir a gritos y atropelladamente algo inteligible a una audiencia, el sueño de pasear aún más ajetreada si cabe por las calles de una ciudad nueva, los remolinos de trazos, piezas, figuras, tonos, caracteres incomprensibles de palabras que cuando voy a ir a hablar con la profesora de inglés sobre el sexismo en la Bella Durmiente, me salen en chino…

Y entonces aparece una sombra que me desquicia, al margen de cuantas cosas desordenadas se acumulan a mi alrededor, a pesar de que debo huir y no hacerlo, a pesar de cuanto deseo correr en su dirección, de cómo sé que siendo infeliz y feliz en mi independencia necesito saber que sigue ahí, incomprensiblemente placentera, la caricia de las sábanas mal colocadas de mi cama. Nunca deseo abandonarla en la mañana a pesar de que no logro convencerme de que debo dirigirme a ella lo más pronto posible en la noche.

Y el sueño agotado, negro, irreverente, divertido, lleno de figuras, gente, lugares, cosas, ideas, recuerdos y personas, es la gran recompensa de mis días, en los cuales sé que hubiera hecho mejor en no levantarme. Hasta el punto de sorprenderme pensando un motivo para continuar el ritmo incesante, desquiciante, siempre carente de dos minutos para pensar.

Ni siquiera ahora tengo tiempo para hacerlo.



















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Es algo escrito hace ya algún tienpo, en una loca semana en la que mi cuerpo y mi mente estaban ocupados por más cosas de las humanamente abarcables, sobre todo si la humana usaba las horas libres para pensar en cosas desesperantes. Pero una vez más, me pregunto quién sería yo si no hiciese este tipo de cosas.

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