sábado, 20 de junio de 2009

Ensoñaciones bibliotecarias

“Te he estado esperando” dice con los labios curvos.
Entonces es cuando se quita las gafas, se suelta la melena, y se encarama a mi mesa de estudio. Me tiene agarrada por la corbata.
Miro en derredor. La biblioteca está en calma; todo el mundo se disipa lentamente, fundiéndose con el frío -100 grados por debajo de lo que se encuentra al otro lado de la puerta, donde está el mundo real derritiéndose- y con sus apuntes, en una siesta desvelada y absorta que les lleva por el camino del sobresaliente.
Mis manos no responden, no me pueden sacar de esta, porque se han pegado a los apuntes que no he tocado con la mirada ni una vez en toda una hora que han estado delante de mí.
Trago saliva.
La amazona sigue acercándose a mí por encima de la mesa. Si en verdad es una vampiresa, creo que sabe que me dejaría chupar toda la sangre. Sin importarme que sea una muerta viviente y se le pudra el cuerpo, y se le caigan los bracitos, como a esos zombis de las películas.
Aún quedan muchas horas hasta la hora de comer. Un par de minutos menos, desde que he adelantado el reloj para que funcione como el de todo el mundo. Aunque las manecillas han enraizado en mis manos de papel y me atan aún más a la mesa, me lo merezco, lo sé, me lo merezco.
Con la violencia de una leona, ha tirado mi diccionario al suelo y lanza sus zapatos al aire.
Ups.
La vecina de mesa me está mirando con una mezcla de irritación y odio, pero no creo que se haya dado cuenta de que con el tacón, le han sacado un ojo.
Busco con desesperación la última línea que empecé a estudiar hace una hora. Pero ella está sentada encima.
“Sabes que nos lo podemos pasar muy, muy bien”.
Vaya que sí lo sabré…
Sucumbiendo, agacho la cabeza para besarle esa boca tan apeteciblemente roja…
Me parece que he perdido el control de mi cuello.
Estaba dando una cabezada y me he erguido de pronto.
Nadie parece haberlo notado. Con razón bailaban las letras de mis apuntes.
Me parece que me voy a tomar un descanso.

Me levanto, le devuelvo su ojo a mi vecina de mesa, dejo el diccionario junto a mis apuntes, recojo los zapatos de tacón, y me subo con la fiera en brazos a la intimidad de mi cuarto.


*****

Se me hace tan dificil concentrarme en los apuntes de lengua...
Recién escrito. En horas que debería dedicar a la biblioteca, y no al portátil.
Escuchando el último disco de Placebo.

lunes, 1 de junio de 2009

Tres gatos

Aquella noche no pude dormir en absoluto. Sobre mi cama sin abrir, las tres bestias me observaban con sus miradas de penetrante inteligencia. Los tres enormes felinos me brindaban su silencio, y yo ya no podía más con mis nervios.
Tomé mi abrigo, la bufanda, y sin siquiera echarle agua a mi rostro ojeroso me fui murmurándoles un “me voy a tomar el aire”.

En cuanto salí, la brisa helada de comienzos de Octubre me saludó, refrescante y embriagadora. Pero, como en una pesadilla sin fin, no dejé un segundo de ver en mi mente a los tres felinos, como si parte de mi se hubiera quedado a observarlos.
Paseando intranquilamente por la zona vieja, creí ver mi habitación con claridad. La tigresa blanca se había incorporado en la cama, mostrando la forma de una joven de tez pálida y cabellera castaña, ataviada con un vaporoso vestido de tosco lino. Los otros dos felinos le brindaron sendas miradas huecas de emoción, y ella se levantó.
Como si pudiera entrar en su mente de ser numinoso, sus emociones se conectaron a mi. Pronto me invadió una culpa acuciante. Como la bruja humillada que con sus artes inocentes y asustadas buscó algo peor que su perdición: la del único que la quiso.
¿Qué ha de importar esto a una tigresa blanca?
La culpa le devora el lustroso pelaje. Y solo piensa en ello cuando camina por las calles adoquinadas, descalza, ardientes lágrimas lamiéndole el rostro compungido. Únicamente una lluvia de queroseno acude sobre ella para aliviar sus penas. Y en el momento que inconscientemente chasqueo los dedos, su cuerpo comienza a arder, prendido por súbita llama, lavando su inflamable conciencia.

Me asombra tanto lo sucedido que paro en seco y pierdo momentáneamente el equilibrio.
Sin darme tregua alguna, vuelvo a ver mi habitación. Los mellizos que no son iguales siguen allí. El que está a la derecha, el puma, se yergue. Su cuerpo se transforma en el de un bello hombre joven, de melena leonina, rubio pardusca como lo fuera su pelaje. Sus ojos son cristalinos como dos aguamarinas, e inexpresivos como dos piedras. Y de impecable forma, acorde con su elegante y anticuado atuendo, se levanta y sale de mi habitación.
Solo es un hombre bello. Solo ven un hombre bello, se dice. ¿No podría ser que su interior no lo fuera?
Se tortura buscando en si una mezquindad que alivie su soledad, que justifique el velo invisible que le separa de la humanidad que ama. Un enamorado que ha sido rechazado y admira la belleza por encima de todo tanto como la desprecia.
Sus pasos le llevan al borde de la ciudad, aunque los míos a penas me llevan a una columna en la que apoyarme.
Desde su posición, elevada y lejana, domina la ciudad. Pero nadie le domina a él.
Deja caer con vista gacha la chaqueta, el abrigo, y bajo esa apariencia de aristócrata emergen un par de enormes y brillantes alas blancas.
¿Es un ángel, o solo un Ícaro asustado?
Sin duda tiene tanto de lo uno como de lo otro, cuando las abre y echa a volar en la mañana dorada. Busca una belleza que supere a la suya y la anule. Vuela hacia el sol, pero el destino de los que lo hacen esta escrito en odas griegas: su amor platónico le derriba envuelto en llamas, y sus plumas y su piel marfileña, y sus áureos cabellos se han quemado, reducidos a cenizas antes de tocar el suelo.

Ahora que esas dos atormentadas fieras por las cuales no he podido luchar no están, lo veo todo dolorosamente claro. Ahora, mis noches de vigilia ya no tiene motivo. Ahora veo con claridad mi habitación, y la fiera que en ella ha quedado sola, puesto que por mi han decidido las otras dos.
La pantera se yergue.
Y un extraordinario hombre joven, con una belleza tan abrumadora como la del puma y una espesa y opulenta cabellera negra aparece sentado solo en mi cama.
Si es él quien debe ser, yo debo aceptarlo y correr a su encuentro. ¿No?
¿Por qué entonces veo un agujero negro como la noche de su pelo en su alma?
“El mellizo del amante del día, en oponerse a la naturaleza de su hermano ha optado por tornar en melancolía y rencor la noche que le ha tocado poseer.”
Cuando se levanta tu esbelta y bien vestida figura, mil pensamientos cruzan tu mente. Y caminas sin rumbo fuera de la habitación, dudando, acorralado por mil dudas y mil ideas de lo que hacer ahora.
¿Y qué pretendes que haga yo?
Te sigo desesperadamente en tu vagar por las calles cada vez más vacías del anochecer.
Cuando encuentro tu sombrío rostro suicida y desengañado, triste y desafiante, te toco y no siento el frío ardiente de tu determinación. Palpo el fuego helado de tu irritación.
Mis palabras no bastan para que te detengas, y me sacudes de las solapas de tu camisa como a una mota de polvo.
Si eres tú, bestia, a la que me corresponderá amar, ¿por qué no lo aceptas y te huyes, en tu mortífera duda?
Te veo vagar por callejuelas oscuras. Te veo dudar entre arrojarte o no a las sombras. Te veo buscar la manera de apagar el fuego.
Y, temblorosa, te veo caminar entre los árboles del parque. Febrilmente te observo desde el cobijo de los vetustos troncos, agarrándome a ellos ciegamente y rogando para que recuperes el juicio.
A los gatos no les gusta el agua.
El estanque está en calma.
Cuando el fuego derrite el hielo, se apaga con el agua que queda.

Por fin, el plateado reflejo de la luna sorbe tu rostro me muestra que te sientes arrinconado. Te resignas y te sientas en el césped, observando con respeto las aguas estancadas.
Y, tras tantas noches sin dormir, me dejo caer a tu lado y uso tu hombro de almohada con alivio, cerrando los ojos.




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Escrito en 2006 una tarde, tras dar muchaz vueltas alrededor de mi cama. Escuchando Blue October.